Escapismo

Lo bueno de ser un poeta peregrino es que cerras los ojos y los abrís en cualquier lugar. No hay anclaje en ningún lugar. Es por eso que después de barrer la vereda, puse llave a la puerta del negocio y entorné los ojos.

Sentí  la arena coralina humedeciendo mi piel sin quemarla, mientras mis pupilas se acostumbraban al reflejo de ese mar de siete colores que me abrazaba con todos los sentidos. Aspiré el aire salino hasta que los olores a naufragios milenarios inundaron las células de mi vientre y mi plexo. Silencié los versos que nacieron en el aire, ni siquiera ellos podían aún comprender.

Por los poros intuí en la brisa susurros que me hablaban de sangre derramada en los caracoles. Me contaban de ingleses, portugueses y españoles que llegaban y aturdían. Mataban y se quedaban. Robaban y empobrecían. Escuchaba una lengua que nació para engañar a otra lengua. Y lo entendía en las venas, que saben de traición.

Entonces vislumbré su espalda, huyendo como un fantasma que se sabe descubierto. Una palabra no rompió el silencio. Dejaba tras sus huellas marcadas en la costa una confesión nunca declarada. Sus sentimientos heridos se leían en la espuma de ese mar embravecido y aún así los peces callaban. En mis manos cómplices, el calor de su cuerpo se disipaba al compás de una aguja de reloj que se esfumaba en el recuerdo.  La tormenta se cernía sobre nuestras almas empobrecidas y las gaviotas presagiaban un destino que yo todavía no auguraba.

Los restos del muelle fueron punto de partida y de llegada al mismo tiempo. Testigo apacible de barcazas y peregrinos que no esperaban nada.

Su sombra, la del fantasma, se perdió en un sinfín de palmeras. En senderos que se desdibujan tras su paso. Entre sonidos que escuchaba por vez primera y sin embargo… un frío me acorrala. Una ola me abraza con fuerza y mis ojos se vuelven a entornar.

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