Entrerriano Amor




Cada vez que llego a un pueblo donde debo comenzar un nuevo trabajo (vendo rifas y cada tres meses cambio de pueblo), me tomo el primer día para impregnarme de él. Recorro sus calles, me siento en los bancos de sus plazas para observar a los transeúntes, curioseo sus vidrieras. Me tomo mi tiempo para charlar con la gente del lugar, sobre cualquier tema, y así acostumbrarme a sus tonadas, sus modismos, su perspectiva singular (que la tiene cada pueblo) de ver pasar los días.
            Así, en mi primer día de campaña en Victoria, sentado en una de las diagonales de la plaza, la vi a Carmen, sentada en un banco de la diagonal que estaba frente a mí. Inconfundible, era ella. Retacona, rubia, con un pantalón negro tipo bombacha, zapatos negros más grandes de lo que podían llegar a ser sus pies, una camisa con todos los colores posibles, y coronando su testa, un sombrero galera negro, de ala ancha, que terminaba de dibujar su figura, rozando los límites de una caricatura.

            Su rostro pintado, mezcla de payaso y prostituta, llamaba la atención de los ocasionales paseantes que se cruzaban con ella, y despertaban la imaginación, como lo había hecho conmigo el primer día, en la plaza de Concepción del Uruguay, hace ya alrededor de cuatro años. Mujer de edad –debía andar por los sesenta- aparentaba muchísimos más por los ajetreos propios de su vida.

            Me quedé observándola de lejos. La vi hacer la misma ceremonia de siempre. Con cuatro palos demarcar una pista de circo imaginaria, desplegar todos sus instrumentos de trabajo –palos, pelotas, aros, etc.- y una vez que tenía el público que ella consideraba suficiente (dos o tres), con un tono de voz grave, como imitando un presentador oficial, plantarse en tercera persona: “Con ustedes, la malabarista más famosa de todos los circos del país, en su décimo año de gira nacional... Acérquense y no se pierdan el mejor espectáculo... Con ustedes... La inigualable... Carmen...”

            Realmente era muy buena en lo que hacía. Y los que se paraban a observarla quedaban hipnotizados la media hora que duraba la función. Era una artista, con mayúsculas, de los malabares.

            Esta era la tercera vez que me la cruzaba en un pueblo. A  dos años de conocerla, la volví a ver en Bovril, haciendo en la plaza el mismo espectáculo que la había visto hacer en Uruguay y el que vi esa mañana en Victoria. En un boliche de mala fama de Bovril fue donde me enteré de una parte de su historia. De ese fragmento de su vida que le daba sentido a su nómade locura. Allí me contaron que desde hacía diez años  vagaba de pueblo en pueblo, con su arenga y con su facha de personaje extraído de una obra de grotescos, en busca de su entrerriano amor extraviado.

            Fue en un circo de Tucumán donde lo conoció. Se enamoraron a primera vista como suele suceder en todos estos casos. El la esperó al término de la función como era de rigor, con un ramo de rosas. Hechizado por su cuerpo frágil y sus piruetas imposibles, le declaró su amor en la primera salida, en un restaurante del centro. Ella, impresionada por ese hombre de su misma edad, seguro de sí, alto, con algunas canas ya, de finos modales, se dejó cautivar y se enamoró perdidamente, entregándole el cuerpo y el alma esa misma noche.

            Ella era para ese entonces una mujer madura, con experiencia. Hija y nieta de artistas de circo, Carmen tenía una sensibilidad superior a la de otras mujeres de su edad. Que un hombre la movilizara de semejante modo, para ella sólo podía significar que ése era el amor de su vida. Carmen ya había estado enamorada, de su primer marido, el padre de sus dos hijas. Lo había conocido en el circo, era uno de los payasos. Había querido el destino que su amor durara lo justo para engendrar unas mellizas adorables que eran su perdición, después se lo llevó en un accidente en la ruta, entre pueblo y pueblo.

Cuando Carmen conoció a Ricardo, las mellizas ya tenían catorce años y eran, junto a ella, las acróbatas más aplaudidas del circo. Después de un mes de relación intensa, Carmen decidió presentarle las chicas a Ricardo. Todo parecía encaminarse hacia una pareja feliz. Y fue así durante un prometedor e intenso año.

            Un día Ricardo le pidió irse solo a Entre Ríos a visitar su familia. Carmen lo despidió en la terminal de San Miguel de Tucumán, con la tristeza de ver partir a un ser querido, pero a la vez con la tranquilidad, con la seguridad de su regreso.

            Fueron pasando los días para Carmen y con ellos la expectativa fue aumentando. Fueron pasando los meses y la expectativa fue mutando en angustia y desesperación. Al año, Carmen ya se encontraba sumida en la más profundas de las depresiones, alejada de las pistas del circo y postrada en su cama. Lo peor para ella era no saber si había sido abandonada o si el destino nuevamente le había arrebatado su amor. La incertidumbre iba carcomiendo sus pensamientos, sus entrañas, sus huesos. Dejó de alimentarse y con el correr de los días cayó en una somnolencia permanente, de la cual las hijas estaban convencidas de que no iba a despertar.

            En ese estado permaneció una semana, hasta que un atardecer despertó como quien despierta de la siesta. Cenó ávidamente esa noche tras el largo ayuno, y les dijo a sus hijas que al amanecer iba a partir de viaje, que no se preocuparan, que volvería en poco tiempo con Ricardo. Les contó que lo había visto en un sueño, que le dijo que la esperaba en un pueblito de Entre Ríos, del que no se acordaba el nombre, pero que ella no iba a tener dificultad en encontrar. Contra la fuerza de la decisión tomada, las hijas nada pudieron hacer, sólo ver a su madre desquiciada partir en una búsqueda casi imposible.

            Así como me contaron en ese tugurio, comenzó la gira de Carmen. Uno por uno recorrió todos los pueblos de ambas costas entrerrianas. Cuando había paseado su espectáculo y su ilusión por todos y no le quedaba caserío por visitar, comenzó nuevamente su circuito con la misma seguridad en el corazón.

Era la segunda vez que pasaba por Bovril en seis años. Allí me contaron también que todas las noches que se quedaba en el pueblo iba al boliche a tomar un vaso de ginebra. Y que todas las noches, se iba con alguno de los parroquianos a su cuartito del hotel, llamándolo “Ricardo, mi entrerriano amor”. Todas las noches uno distinto. Así los cinco o seis días que se quedaba en el pueblo.

            Sentado en el banco de la plaza de Victoria, vi a Carmen desarmar su escenario improvisado, y juntar sus cacharpas para irse al hotel. En ese momento recuerdo su historia, la que me contaron en Bovril, y me pregunto si será verdad.

Esa noche recorrí todos los boliches de Victoria buscándola. Esa noche la encontré y cumplí con el ritual que ella esperaba. Me senté a su lado y la convidé con un vaso de ginebra. Ella me hablaba de su gira y de cómo me había estado buscando por todos los pueblos esos diez años.


 La enamoré esa noche. Y por esa noche, yo fui Ricardo, su entrerriano amor.

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