Bolas de espejos


El ambiente en el bowling era espeso. Música estridente que salía de una cofradía de altoparlantes, humo de cigarrillos prohibidos pero que encontraban los recovecos para escaparse, vaho de alcohol en las gargantas enrojecidas.
Ella sobresalía entre todas las demás. Sentada a unos metros de mi mesa, su sonrisa era imposible que pase desapercibida. Sus encías y sus dientes, prominentes ambos, le daban a su rostro alargado y mestizo, una belleza exótica y llamativa.
Él era el típico clase media carilindo, bien vestido peinado y afeitado. Tez blanca y sonrisa al tono.
Llegaron juntos y se sentaron junto a una pareja que aparentemente eran sus amigos, por un momento imaginé que ellos también eran pareja. Ella, levemente encorvada, de ojos tristes pero enamorados, no dejaba de mirarlo de un modo que interpreté con ternura.
No había demasiado diálogo, más bien intercambio de palabras en medio del ruido y la mayor parte del tiempo él se distrajo con su amigo mientras ella lo observaba y disimulaba una trivial conversación con la amiga.
Yo me distraje con la pizza de rúcula y jamón crudo que habíamos pedido y de la cual no llegué a probar más que media porción. Cuando volví a la historia que me envolvía, mientras mis compañeros se perdían en anécdotas laborales que poco y nada me interesaban, él no se encontraba más en la mesa. 
Ella bailaba sola, sentada en una mesa apartada (la pareja de amigos se había perdido por ahí). Me quedé dibujando en mi mente ese rostro que se me descubría bajo las sombras de las bolas de espejos que iluminaban el antro.
Tres temas de los años ochenta tuvieron que pasar para que él regresara. Acompañado. Por una rubia compañera que hacía juego con su reloj de pulsera y la camisa de seda. Parecían pareja de revista de chimentos.
Cuando se sentaron al lado de ella, y comenzaron a coquetear, la tristeza de sus ojos se derramaron por todo su cuerpo y alcancé a sentir el frío rozando mis pupilas. La pareja, excluida por completo, se miraba, se tocaba, rozaban sus piernas y sus labios parecían llamarse a gritos azules.
Ella hacía lo imposible por sonreir, por acompañar a la pareja en su incipiente felicidad. Quería ser parte, aunque sea tangencialmente, de ese momento especial que sabía que nunca iba a ser suyo.
Por un segundo nuestras miradas se cruzaron. El reproche se me hizo estrella en los oídos y tapó la música, las risas y el espanto. Me levanté de la mesa y me fui.

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