HEN TICA - del Libro "Narsiza y otros cuentos"
Se sentó en la
roca que lo aguardaba hermética, desde hacía siglos, pacientemente esculpida
con los susurros de la historia. Era la hora exacta, el cansancio justo, la
memoria necesaria y la lucha prevista. Hen Tica enjugó el sudor de su frente
con el poncho de vicuña, y escondió la mirada entre las palmas de sus
agrietadas y sufridas manos de hombre
aguerrido.
Llevaba siete días de incansable caminata. Soportando los embates de los
vientos, la inclemencia del sol (el mismo que lo venía guiando para evitar que
se pierda y regresara por los mismos senderos). Hen Tica se sentía fuerte en su
misión. No quería siquiera mirar para atrás y llegar a añorar lo que dejaba en
su pasado. Su pueblo ya no era más su pueblo. Su familia ya no era más su
familia. En el camino se iba buscando a sí mismo y lo acechaba la convicción de
que una vida nueva bien valía el sacrificio. Lo había visto en las aves que
merodeaban su cueva. Se lo habían dejado entrever en las vigilias sus maestros.
Hen Tica era
conciente de que su búsqueda era también una huida. Iba en pos de su futuro
escapando de las injusticias y las atrocidades de su pueblo. Nunca más
admitiría que su vida quede en manos de aquellos que lo consideraban un ser
inferior. Sentado en la roca, abrió los ojos y los elevó a la estrella
interrogando por su presente. Atrás habían quedado dos aldeas con sus habitantes generosos y
comprensivos. Sus sueños le avisaban que aún restaban piedras por transitar,
senderos por ascender y arroyos por beber.
El cóndor le
enseñó los pasos necesarios para acceder a la cima de Los Gigantes. Tres días y
tres noches fueron necesarios para que Hen Tica arribara exhausto a la roca más
alta, desde la que se le permitía, no sólo contemplar la tierra que había dejado
atrás con sus ideales, sino también toda la extensión de pampas y cumbres que le quedaba por delante. Pidió permiso a
las nubes y a las sierras, y bebió del manantial de la roca más elevada. Pidió
permiso a las sierras y a la tierra, y comió de las fresas silvestres en las
cercanías del arroyo que formaba el manantial. Se ubicó en una cueva custodiada
por tres rocas bien dispuestas, se arropó con el poncho, y se entregó a la noche y a sus mundos, con los ojos bien
cerrados y la esperanza bien despierta.
Al amanecer,
el olor a peperina y a burro que se esparcía con el rocío, junto con el canto
de los siete colores que parecía saludarlo, dieron a Hen Tica un
despertar cálido. En el sueño los maestros le dieron la señal y supo distinguir
en ella la cercanía de su destino. Se incorporó para ir movilizando los huesos
y los músculos al tiempo que agradecía el nuevo día, mirando al cielo,
agradeciéndole al sol y a la luna. En la danza de los peces que lo saludaron al
momento de beber en el arroyo, vio el camino a seguir durante los siguientes
días. Se paró en la cima, de espaldas al sol, y recorrió con la vista las
tierras que le eran conocidas desde siempre. Con la plena certeza de que era la
última vez que las vería, dio media vuelta, hizo su reverencia al sol, y se
aventuró a lo desconocido.
Tres meses
recorrió los senderos de las sierras. Su mirada iba siendo cada vez menos
íntima, su voz cada vez más fuerte. Los nuevos paisajes le hablaban de la
grandeza que había en toda la creación al mismo tiempo que le señalaban lo
pequeño que somos dentro de todo lo pequeño. En los sueños los maestros le
decían que la próxima sería la última, la más difícil, la más solitaria. La
tranquilidad con la que desafió el último peñasco era un símbolo de las respuestas
que fue incorporando.
Cuando por
fin, se sentó en la cima, se despojó de su poncho, y con el corazón henchido de
alegría no podía creer lo que sus ojos veían. A lo lejos divisó en el valle su butus*. Elevó la vista a los cielos y agradeció. Cerró
los ojos al mundo, y agradeció. Sereno, emprendió el descenso a su morada,
aquella de la que huyó, la que tanto anhelaba.
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